- Agustín Reyes Morel (Unidad Académica de Formación en Investigación)
En internet circula un chiste –malo pero simpático- sobre los profesionales que se desempeñan en el ámbito de la economía. Dice: “un economista es un experto que sabe mañana por qué lo que dijo ayer que iba a suceder hoy no ha sucedido”. La broma, recurrente en los años posteriores a la crisis financiera del 2008, se dirige a cuestionar el centro de la profesión, es decir, a sus posibles objetivos y herramientas. Como toda caricatura, exagera los rasgos pero mantiene una estrecha vinculación con cierta imagen idealizada de modo de que la ironía pueda tener sentido y hacer mella. Si hace mella, entonces, quiere decir que toca alguna fibra y, de forma más o menos directa, permite que emerja la pregunta: “en definitiva, ¿qué hacemos cuando practicamos esa disciplina llamada economía?”.
Esta es una interrogante sobre la identidad práctica y al intentar responderla se ingresa en el terreno de la ética. Porque la reflexión ética aplicada a las actividades humanas, a contrapelo de algunos prejuicios extendidos, no implica la búsqueda de categóricos códigos de conducta ni el establecimiento de una red de contención externa para domesticar a una práctica viva, sino que conlleva el intento de comprender cuál es el fin o la meta que la disciplina puede alcanzar de forma privilegiada y que le brinda su legitimidad social (el bien interno), qué requiere para hacerlo (los medios y las virtudes), así como en qué contexto y junto a quiénes debe hacerlo (la conciencia moral de la época). John Rawls, quizá el mayor filósofo político del siglo XX, decía de Immanuel Kant, quizá el mayor filósofo moral y político de todos los siglos: “En su filosofía moral, Kant busca el autoconocimiento: no un conocimiento de lo que está bien o mal –que ya poseemos- sino un conocimiento de lo que deseamos como personas con la facultad de la libre razón”[i]. En otras palabras, Kant entiende que la filosofía moral debe ayudarnos a aclarar aquello que no podríamos dejar de considerar correcto dada nuestra identidad como seres autónomos y racionales. La ética aplicada a las profesiones está fundida en la misma fragua: “¿qué no podemos dejar de considerar importante dada nuestra identidad como economistas, médicos, ingenieros o filósofos?”; “¿qué nos resulta impensable hacer o dejar de hacer si tenemos en claro cuáles son los bienes internos, las virtudes y el contexto en el que desarrollamos nuestra práctica?”.
La filósofa Adela Cortina ha señalado que, en estos ámbitos, la mejor forma de entender el fenómeno de la corrupción es presentarlo como una desnaturalización de la práctica en cuestión (ya sea la política, la medicina o la economía), como un proceso mediante el cual el papel orientador que tienen los respectivos bienes internos es sustituido por la persecución de unos bienes externos que son comunes a cualquier disciplina: la riqueza, el prestigio o el poder. Un sinnúmero de ejemplos concretos calzan con esta descripción. Pero hay otra variante de la corrupción desnaturalizadora que es más corrosiva y cuya extensión podría explicar algunas de las crisis profesionales contemporáneas. Si la primera se sustenta en el ejercicio de la mentira o del fingimiento, la segunda se construye sobre la base de la indiferencia. Los exponentes del primer tipo sabencuáles son los rasgos centrales de la disciplina pero intentan esconder a los demás que no es su búsqueda la que los mueve a actuar. Los promotores del segundo tipo, en cambio, han dejado de considerar importante la comprensión acabada de los bienes internos, las virtudes y la conciencia moral. En otras palabras, han dejado de considerar relevante el autoconocimiento. Habitualmente, un síntoma de esta falta de preocupación con respecto a la identidad profesional es la proliferación de charlatanes, es decir, la emergencia de un conjunto de individuos a lo que no les importa si lo que dicen es verdadero o falso sino el impacto que producen en sus interlocutores. O, en algunos campos disciplinares, la aparición del fetichismo de la sofisticación técnica que es más dañino que la falsedad en sí misma porque, como dice Lichtenberg, “no son las mentiras, sino las observaciones muy sutiles y falaces las que interrumpen el proceso de depuración de la verdad”[ii]. Esta indiferencia, que es la contracara de la reflexión ética, también conduce a otras patologías como el conformismo, la mediocridad y la solemnidad. Marcas indelebles de lo que Cortina denomina un ethos burocrático que solo reclama la cobertura de unos mínimos de permanencia y que se sustenta en el tradicional corporativismo que reina en algunos ámbitos profesionales. El antídoto ante la corrupción provocada por la indiferencia es la reconstrucción de un ethos profesional que, en palabras de Cortina, exige a los practicantes de cualquier disciplina “aspirar a la excelencia […] entre otras razones, porque su compromiso fundamental no es el que los liga a la burocracia, sino a las personas concretas, a las personas de carne y hueso, cuyo beneficio da sentido a cualquier actividad e institución social”[iii]. Las notas de esta cultura profesional son la preocupación por hacer las distinciones relevantes, la publicidad de las razones prácticas, la imaginación, la receptividad ante la novedad y el buen humor (es decir, la disposición a no tomarse tan en serio a sí mismo). Tratar de averiguar cuál de estos ethos prima en nuestra profesión puede ser el inicio de una reflexión ética revitalizadora.
[i] Rawls, J. (2007). Lecciones sobre la historia de la filosofía moral. Barcelona: Paidós, p. 195.
[ii] Lichtenberg, G. C. (2008). Aforismos. Barcelona: Edhasa, p. 220.
[iii] Cortina, A. (2006). “Universalizar la aristocracia: por una ética de las profesiones” en Revista de Santander, nº1, p. 65.